Introducción:
La famosa revista Newsweek sorprendió
a muchos en su edición de Octubre 2012 con una portada y un titular
impactante: "El cielo es real - La experiencia de un Doctor en el
más allá". La revista publica un artículo escrito por un prestigioso
neurocirujano estadounidense que luego de haber vivido una Experiencia
Cercana a la Muerte (ECM), asegura haber visto y viajado al más allá.
Presentamos a continuación la traducción completa de la nota de Newsweek.
Como
neurocirujano, yo no creía en el fenómeno de las experiencias cercanas a
la muerte. Hijo de un neurocirujano, crecí en un mundo científico. He
seguido el camino de mi padre y me convertí en un neurocirujano
académico, enseñando en Harvard
Medical School
y otras universidades. Entiendo lo que ocurre en el cerebro cuando las
personas están a punto de morir, y siempre había creído que había una
buena explicación científica para los viajes celestiales fuera del cuerpo,
descritos por aquellos que escapaban a la muerte por poco.
El cerebro es un mecanismo sorprendentemente sofisticado pero
extremadamente delicado. Si se reduce la cantidad de oxígeno que recibe,
así sea la cantidad más pequeña, este reaccionará. No era una gran
sorpresa que las personas que habían sufrido un traumatismo grave
regresaran de sus experiencias con historias extrañas. Pero eso no significaba
que habían viajado a algún lugar real.
Aunque me consideraba un creyente cristiano, era más de título que de
creencia real. No me molestaban los que querían creer que Jesús era más
que simplemente un buen hombre que había sufrido a manos del mundo.
Simpatizaba profundamente con aquellos que querían creer que había un
Dios en alguna parte ahí fuera que nos amaba incondicionalmente. De
hecho, envidiaba a esas personas la seguridad que esas creencias sin duda
les proporcionaban. Pero como
científico, simplemente creía que era incorrecto creer en eso.
En el otoño de 2008, sin embargo, después de siete días en un estado de
coma en el que se inactivó la parte humana de mi cerebro, el neocórtex,
experimenté algo tan profundo que me dio una razón científica para creer
en la conciencia después de la muerte.
Se cómo pronunciamientos como el mío les suenan a los escépticos, así que
voy a contar mi historia con la lógica y el lenguaje del científico que soy.
Muy temprano por la mañana, hace cuatro años, me desperté con un dolor de
cabeza muy intenso. En cuestión de horas, mi corteza entera - toda la
parte del
cerebro que controla el pensamiento y la emoción, y que en esencia que
nos hace humanos - se había apagado. Los médicos del Hospital General de Lynchburg en Virginia,
un hospital donde yo mismo trabajaba como neurocirujano, determinaron que de
alguna manera había contraído una meningitis bacteriana muy poco
frecuente que ataca sobre todo a los recién nacidos. Bacterias de e. coli
habían penetrado en mi líquido cefalorraquídeo y estaban comiendo mi
cerebro.
Cuando entré en la sala de emergencias aquella mañana, mis posibilidades
de supervivencia en algo más que un estado vegetativo ya eran bajas.
Pronto estas posibilidades cayeron a casi nulas. Durante siete días
estuve en un coma profundo, mi cuerpo sin respuestas, mis funciones
cerebrales superiores totalmente fuera de línea.
Luego, en la mañana de mi séptimo día en el hospital, mientras mis
médicos consideraban si se suspendía el tratamiento, mis ojos se abrieron
de golpe.
No hay una explicación científica para el hecho de que mientras mi cuerpo
estaba en estado de coma, mi mente - mi conciencia, mi yo interior -
estaba viva y bien. Mientras las neuronas de mi corteza cerebral fueron
aturdidas hasta su total inactividad por las bacterias que las habían
atacado, mi conciencia liberada del cerebro había viajado a una diferente
y mayor dimensión del universo: una dimensión que nunca había soñado que
podía existir, y que mi viejo yo previo al coma hubiera estado más que
feliz explicando que se trataba de una simple imposibilidad.
Pero esa dimensión, a grandes rasgos, la misma que describen incontables
personas que han vivido experiencias cercanas a la muerte u otros estados
místicos, está allí. Existe, y lo que vi y aprendí allí me ha puesto
literalmente en un mundo nuevo: un mundo en el que somos mucho más que
nuestros cerebros y cuerpos, y donde la muerte no es el final de la
conciencia, sino más bien un capítulo de un vasto e incalculablemente
positivo viaje.
No soy la primera persona en tener evidencia de que la conciencia existe
más allá del
cuerpo. Breves y maravillosos destellos de este reino son tan antiguos como la historia
humana. Pero hasta donde yo sé, nadie antes que yo haya viajado alguna
vez a esta dimensión (a), mientras su corteza estaba completamente
apagada, y (b), mientras que su cuerpo estaba bajo observación médica al
minuto, como lo estuvo mi cuerpo durante los siete días completos de mi
estado de coma.
Todos los argumentos principales en contra de las experiencias cercanas a
la muerte sugieren que estas experiencias son el resultado de un mínimo,
transitorio, o parcial mal funcionamiento de la corteza cerebral. Sin
embargo, mi experiencia cercana a la muerte no tuvo lugar mientras mi corteza
estaba funcionando mal, sino mientras estaba simplemente apagada. Esto se
desprende claramente de la gravedad y la duración de mi meningitis, y de
la complicación cortical global documentada por los escaneos TC y
exámenes neurológicos. Según el conocimiento médico actual sobre el
cerebro y la mente, no hay absolutamente ninguna manera de que yo pudiera
haber experimentado ni siquiera una conciencia débil y limitada durante
mi tiempo en el estado de coma, y mucho menos la odisea híper vívida y
completamente coherente que experimenté.
Me tomó meses aceptar lo que me pasó. No sólo la imposibilidad médica de
que había estado consciente durante mi coma, pero más importante aún, las
cosas que sucedieron durante ese tiempo. Hacia el comienzo de mi
aventura, yo estaba en un lugar de nubes. Grandes, esponjosas, de color
rosa-blanco, que se presentaron nítidamente en contraste con el profundo
cielo negro-azul.
Más alto que las nubes, inconmensurablemente más alto, una multitud de
seres transparentes y brillantes se movían trazando arcos por el cielo,
dejando largos trazos como
serpentinas detrás de ellos.
¿Pájaros? ¿Ángeles? Estas palabras las registré más tarde, cuando estaba
escribiendo mis recuerdos. Pero ninguna de estas palabras hace justicia a
estos seres, que eran, sencillamente, diferentes a todo lo que he
conocido en este planeta. Eran más avanzados. Formas superiores.
Un sonido, enorme y retumbante como
un canto glorioso, descendió desde lo alto, y me pregunté si los seres
alados lo estaban produciendo. Nuevamente, pensando en ello más tarde, se
me ocurrió que la alegría de estas criaturas mientras volaban alto era
tal, que tenían que emitir este sonido, y que si la alegría no salía de
ellos de esta manera entonces simplemente no serían capaces de contenerla.
El sonido era palpable y casi material, como una lluvia que se puede sentir en
tu piel, pero que no te moja.
Ver y escuchar no estaban separados en este lugar donde ahora estaba.
Podía escuchar la belleza visual de los cuerpos plateados de esos seres
brillantes que estaban arriba, y pude ver la perfección creciente, alegre
de lo que cantaban. Parecía que no se podía ver o escuchar ninguna cosa
en este mundo sin volverse parte de ella, sin unirse con ello de alguna
forma misteriosa. Una vez más, desde mi perspectiva presente, me permito
sugerir que no se podría mirar “hacia” nada en ese mundo en absoluto,
porque la palabra "hacia" en sí misma implica una separación
que allí no existía. Cada cosa era distinta, pero cada cosa era también
una parte de todo lo demás, al igual que los diseños ricos y
entremezclados en una alfombra persa ... o en el ala de una mariposa.
Se vuelve más extraño aún. Durante la mayor parte de mi viaje, alguien
más estaba conmigo. Una mujer. Ella era joven, y me acuerdo de cómo era
en detalle. Tenía los pómulos altos y ojos profundamente azules. Trenzas
doradas enmarcaban su hermoso rostro. La primera vez que la vi, estábamos
juntos cabalgando sobre una superficie con un intrincado patrón, que
después de un momento me di cuenta que era el ala de una mariposa. De
hecho, millones de mariposas estaban alrededor de nosotros, enormes y
agitadas olas de ellas, que se zambullían en un bosque y volvían de nuevo
a nuestro alrededor. Era un río de vida y color, moviéndose a través del aire. La
vestimenta de la mujer era simple, como la de un campesino, pero sus
colores en polvo azul, índigo y pastel de naranja-durazno tenían la misma
abrumadora y súper vívida vitalidad que todo lo demás. Ella me miró con
una mirada que, si la vieras durante cinco segundos, haría que tu vida
entera hasta ese punto valiera la pena, sin importar lo que haya ocurrido
en ella hasta ahora. No era una mirada romántica. No era una mirada de
amistad. Era una mirada que de alguna manera estaba más allá de todo
esto, más allá de todos los diferentes tipos de amor que tenemos aquí en
la tierra. Era algo superior, que contenía todos estos tipos de amor en
si mismo, mientras al mismo tiempo era mucho mayor que todos ellos.
Sin pronunciar una sola palabra, ella me habló. El mensaje me atravesó como un viento, y
al instante comprendí que era cierto. Lo supe de la misma manera en que
supe que el mundo que nos rodeaba era real, no era una fantasía pasajera
e insustancial.
El mensaje tenía tres partes, y si tuviera que traducirlas al lenguaje
terrenal, sería algo como
esto:
"Ustedes son amados y apreciados, muchísimo y para siempre."
"No tienes nada que temer."
"No hay nada que puedas hacer el mal."
El mensaje me inundó con una inmensa y loca sensación de alivio. Era como si me hubieran
entregado las reglas de un juego al que había estado jugando toda mi vida
sin nunca haberlo comprendido plenamente.
"Te vamos a mostrar muchas cosas aquí", dijo la mujer, una vez
más, sin llegar a utilizar estas palabras, sino transmitiéndome
directamente su esencia conceptual. "Pero eventualmente vas a
regresar".
Para ello, sólo tenía una pregunta.
¿Regresar a dónde?
Un viento cálido soplaba, como los que
surgen en los días más perfectos de verano, sacudiendo las hojas de los
árboles y fluyendo como
agua celestial. Una brisa divina. Esto cambió todo, transformando el
mundo a mi alrededor en una octava incluso más alta, una vibración más
alta.
A pesar de que aun tenía una pequeña función del lenguaje, al menos la idea que
tenemos de él en la Tierra, sin decir palabras comencé a formular
preguntas a este viento, y al ser divino que sentía que trabajaba detrás
de él o dentro de él.
¿Dónde está este lugar?
¿Quién soy yo?
¿Por qué estoy aquí?
Cada vez que expresé silenciosamente una de estas preguntas, la
respuestas llegaron inmediatamente, en una explosión de luz, color, amor
y belleza que soplaba a través de mí como una ola rompiendo. Lo más
importante de estas explosiones es que no callaban mis preguntas
abrumándolas. Respondían a las preguntas, pero de una forma que pasaba el
lenguaje por alto. Los pensamientos me entraban directamente. Pero no era
pensamiento como
lo experimentamos en la Tierra. No era vago, inmaterial o abstracto.
Estos pensamientos eran sólidos e inmediatos, más calientes que el fuego
y más húmedos que el agua, y mientras los recibía era capaz de comprender
al instante y sin esfuerzo conceptos que me habría llevado años
comprender plenamente en mi vida terrenal.
Seguí avanzando y me encontré ingresando en un inmenso vacío,
completamente oscuro, infinito en tamaño, pero también infinitamente
reconfortante. Era profundamente negro pero a la vez rebosante de luz:
una luz que parecía venir de un orbe brillante que ahora sentía más cerca
de mí. El orbe era una especie de “intérprete” entre mí y esta vasta
presencia que me rodeaba. Era como si yo
estuviera naciendo a un mundo más grande, y el propio universo era como un útero
cósmico gigante y el orbe (que sentí estaba conectado de alguna manera
con, o incluso era idéntico a la mujer sobre el ala de la mariposa) fue
guiándome a través de él.
Más tarde, cuando volví, me encontré con una cita del Siglo XVII, del poeta cristiano Henry Vaughan, que estuvo muy
cerca de describir este lugar mágico, este núcleo vasto y negro como tinta, que era
el hogar de la misma Divinidad.
“Hay, dicen algunos, en Dios, una oscuridad profunda pero deslumbrante”.
Eso era exactamente: una negra oscuridad que también estaba rebosante de
luz.
Sé muy bien cuan extraordinario, cuan francamente increíble, todo esto
suena. Si alguien, incluso un médico, me hubiera contado una historia como ésta en los
viejos tiempos, hubiera estado bastante seguro de que estaba bajo el
hechizo de algún delirio. Pero lo que me pasó fue, lejos de ser
delirante, tan real o más real que cualquier otro acontecimiento en mi
vida. Eso incluye el día de mi boda y el nacimiento de mis dos hijos.
Lo que me pasó exige una explicación.
La física moderna nos dice que el universo es una unidad que es
indivisible. Aunque parece que vivimos en un mundo de separación y
diferencia, la física nos dice que debajo de la superficie, cada objeto y
acontecimiento en el universo está completamente entretejido con todos
los demás objetos y eventos. No hay verdadera separación.
Antes de mi experiencia de estas ideas eran abstracciones. Hoy son
realidades. El universo no sólo está definido por la unidad, sino
también, ahora lo sé, definido por el amor. El universo como lo experimenté en mi estado de
coma es - he descubierto con sorpresa y alegría- el mismo sobre el cual
tanto Einstein y Jesús habían hablado en sus (muy) diferentes maneras.
He pasado décadas como
neurocirujano en algunas de las instituciones médicas más prestigiosas de
nuestro país. Sé que muchos de mis compañeros se aferran, como yo en el
pasado, a la teoría de que el cerebro, y en particular la corteza, genera
la conciencia y de que vivimos en un universo desprovisto de cualquier
tipo de emoción, y mucho menos del amor incondicional que ahora se que
Dios y el universo tienen hacia nosotros. Pero esa creencia, esa teoría,
ahora yace rota a nuestros pies. Lo que me pasó la destruyó, y tengo la
intención de pasar el resto de mi vida investigando la verdadera
naturaleza de la conciencia y difundiendo el hecho de que somos más,
mucho más, que nuestro cerebro físico, lo más claro que pueda, tanto
hacia mis colegas científicos como
hacia la gente en general.
No espero que esto sea una tarea fácil, por las razones que he descrito
anteriormente. Cuando el castillo de una vieja teoría científica comienza
a mostrar líneas de falla, al principio nadie quiere prestar atención. En
primer lugar, el antiguo castillo simplemente ha tomado mucho trabajo
para ser construido, y si se cae, uno completamente nuevo tendrá que ser
construido en su lugar.
Esto lo aprendí de primera mano después de que estuve lo suficientemente
bien como para volver a salir al mundo y hablar con otras personas
-personas, es decir, que no sean mi sufrida esposa, Holley, y nuestros
dos hijos-, acerca de lo que me había pasado. Las miradas de incredulidad
cortés, especialmente entre mis amigos médicos, pronto me hicieron ver la
gran tarea que tendría para que la gente comprendiera la enormidad de lo
que había visto y experimentado esa semana mientras mi cerebro estaba
apagado.
Uno de los pocos lugares en los que no tuve problemas para transmitir mi
historia era un lugar que antes de mi experiencia había visto bastante
poco: la iglesia. La primera vez que entré en una iglesia después de mi
coma, veía todo con ojos nuevos. Los colores de los vitrales me
recordaron la luminosa belleza de los paisajes que había visto en el
mundo de arriba. Las notas bajas profundas del órgano me recordaron cómo los
pensamientos y emociones en ese mundo son como olas que se mueven a
través de ti. Y, lo más importante, una pintura de Jesús partiendo el pan
con sus discípulos evocó el mensaje que permanece en el corazón mismo de
mi viaje: que somos amados y aceptados incondicionalmente por un Dios aun
más grande e insondablemente glorioso que el que me habían enseñado de
niño en la escuela dominical.
Hoy en día muchos creen que las verdades espirituales vivas de la
religión han perdido su poder, y que la ciencia, no la fe, es el camino a
la verdad. Antes de mi experiencia tenía una fuerte sospecha de que ese
era el caso para mí.
Pero ahora entiendo que esta opinión es demasiado simple. El hecho cierto
es que la imagen materialista del cuerpo
y el cerebro como
los productores, en lugar de los vehículos, de la conciencia humana, está
condenada. En su lugar, una nueva visión de la mente y el cuerpo va a
surgir, y de hecho ya está emergiendo. Este punto de vista es científico
y espiritual en igual medida y valorará lo que los más grandes
científicos de la historia siempre se han valorado por sobre todo: la verdad.
Esta nueva imagen de la realidad tomará mucho tiempo en armarse. No va a
estar terminada en mi tiempo, o incluso, sospecho, tampoco en el tiempo
de mis hijos. De hecho, la realidad es demasiado vasta, demasiado
compleja y demasiado irreductiblemente misteriosa para que una imagen de
ella alguna vez llegue a estar absolutamente completa. Pero, en esencia,
esta imagen mostrará al universo en evolución, multidimensional, y
conocido en detalle hasta cada uno de sus últimos átomos por un Dios que
nos cuida mucho más profunda y apasionadamente que cualquier padre que
alguna vez haya amado a su hijo.
Aun sigo siendo un doctor, y aun sigo siendo un hombre de ciencia, casi
exactamente igual a como
era antes de que tuviera mi experiencia. Pero en un nivel más profundo
soy muy diferente a la persona que era antes, porque he podido vislumbrar
esta imagen de la realidad que está surgiendo. Y puedes creerme cuando te
digo que va a valer la pena cada pequeño paso de la labor que nos
llevará, y a los que vienen después de nosotros, para llegar a
comprenderla bien.
Dr. Eben Alexander, The Daily Beast, 08
de Octubre 2012
Fuente original: http://www.thedailybeast.com/newsweek/2012/10/07/proof-of-heaven-a-doctor-s-experience-with-the-afterlife.html
Traducción: Sebastián Alberoni